HACIA UN ESTADO LAÍCO
El papel de cualquier confesión
religiosa en una democracia laica es claro: ejercer libremente el culto,
la transmisión de su fe y la educación en la misma. Ni el Estado laico
puede exigir otra cosa a las confesiones, ni estas deberían esperar del
Estado más que garantizarles tales libertades. Lo cual choca con la
obligación que la Constitución española impone de cooperar con “la
Iglesia católica y las demás confesiones”, en el mismo artículo en que
se proclama que ninguna de ellas tiene carácter estatal.
Ambas formulaciones sitúan a España en
el terreno de un aconfesionalismo desmentido por las medidas de apoyo a
la religión católica adoptadas por los diferentes Gobiernos. No en vano
esta confesión se beneficia de la inyección económica del Estado al
funcionamiento de su estructura, de parte de la subvención a los centros
escolares concertados o de la asistencia religiosa a las Fuerzas
Armadas. También tiene sentido cuestionarse la exención de impuestos
para los bienes religiosos —reflexión que debería extenderse a los de
otras organizaciones cívicas—, además de reclamar bienes que, como la
Mezquita de Córdoba, han sido inmatriculados por la Iglesia católica.
La laicidad no debe confundirse con la lucha entre dos confesionalismos,
el católico y otro que pretenda imponer la laicidad a base de
doctrinarismo.
De cara a las elecciones generales, algunos partidos políticos suscitan medidas dignas de apoyo. Una de ellas es eliminar la obligación estatal de cooperar con las
instituciones religiosas, y por tanto, la preeminencia constitucional de
la Iglesia católica. La otra consiste en sacar la religión de los
programas de la enseñanza pública y de la subvencionada por el erario.
Naturalmente, los centros de enseñanza pueden ofrecer educación
religiosa, pero fuera del espacio curricular.
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