El seis de noviembre del 2012, rozando las siete
de la tarde, y tras siete años deliberando, ocho jueces tomaban una
decisión que, por otra parte, millones de ciudadanos hacía ya tiempo que
habían asumido con normalidad. Que nuestra Constitución no puede dejar
de lado a miles de personas cuyo único delito es quererse como no les
gusta a unos pocos. Porque entonces no sería una ley justa, y porque las
discriminaciones son siempre odiosas, pero cuando se ejercen sobre algo
tan humano como es el amor, son más sangrantes.
En estos días,
desde la sentencia del Tribunal Constitucional que avala los
matrimonios homosexuales, me he acordado de mucha gente. De muchas
personas queridas que han sufrido con dureza el rechazo de la homofobia,
las miradas de desprecio por la calle por ir simplemente cogidos de la
mano. Pero también de amigos que ya se han ido, y que lo hicieron sin
saber si algún día un grupo de jueces les diría que su manera de amar
era la equivocada.Vivencias muy tristes que este martes se han visto recompensadas otra vez por la sociedad, como ya ocurriera allá por 2005. Entonces, en una época en que los compromisos electorales todavía significaban algo, un hombre decidió cumplir su palabra y dar a las parejas homosexuales lo que les correspondía por derecho. Es justo reconocerle el mérito y la valentía al tomar una medida casi inédita en el mundo. Y de la que merece la pena estar orgulloso, porque vale más que un Mundial de fútbol.
Entremedias, ha habido siete años de incertidumbre para 22.000 matrimonios. Pero han merecido la pena, porque han servido para estar atentos. Para aprender –y en esto la crisis también nos está dando lecciones- que los derechos pueden perderse más rápido de lo que vinieron. Para seguir en una lucha por la igualdad que ha ido abriendo mentes y dando también historias felices. Amigos que finalmente han encontrado el amor real cuando se han dado cuenta de que no debían engañarse más. Y padres que han aceptado la realidad con sus hijos, experimentando con ellos algo a veces tan bonito como es la normalidad.
Cuando se recorre la dura senda de la Igualdad, en ocasiones, más que el destino, importa saber de dónde se viene. Y en ese sentido, en nuestro país hay muchas personas que han puesto todo su empeño en ladrar a nuestras espaldas para que no olvidemos de qué estamos huyendo. Y a todos ellos merece la pena dedicarles este triunfo social.
Se lo dedico al tertuliano de Intereconomía, Eduardo García Serrano, que se libró de toda represalia cuando llamó “maricona vieja” al escritor Antonio Gala y animó a Pedro Zerolo a irse a Irán a manifestarse con la siguiente frase: “Un maricón como tú en Teherán estaría colgado de las grúas”. A ti, Eduardo, te deseo lo peor en tu juicio por llamar “zorra repugnante” a una exconsejera catalana.
Se lo dedico a todos los obispos españoles que callan ante los desahucios, el paro y la miseria que afecta a sus fieles, pero no pierden el tiempo en dictar a los demás qué hacer en sus alcobas. Y en especial al obispo fascista de Alcalá de Henares, el señor Reig Plà, que acusó a los homosexuales de “corromperse y prostituirse” y les amenazó “con el infierno”. A ti, Juan Antonio, te deseo que tu Dios te perdone el odio visceral que te inunda y te libre de ese averno del que tanto hablas.
Se lo dedico a Ana Botella, alcaldesa de Madrid de día y turista en Portugal de noche. Si se hubiera ido a su casa cuando hizo el ridículo con su apelación a las peras y las manzanas, ahora no estaría riéndose en nuestras caras después de la tragedia del Madrid Arena. A ti, Ana, te deseo que dimitas cuanto antes, para poder disfrutar con tu marido de tu “tiempo libre” en tantos y tantos spas de lujo que os están esperando. Que seáis felices y comáis mucha macedonia.
Y por último, se lo quiero dedicar a Mariano Rajoy, promotor del recurso, y a toda su cuadrilla de cómplices en este fallido intento de discriminar a miles de ciudadanos. A ellos no les puedo desear nada, porque, a pesar de su intolerancia, todos están bien servidos: el que no es ministro ha acabado de embajador en Londres. Pero sí les pediría que dejen de obsesionarse por cómo crecen los hijos adoptados de los gays y se preocupen más de sus prole. Nada bueno puede salir teniendo unos padres del Opus o de los Legionarios de Cristo.
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